19 de marzo de 2013

Recuerdos de colegio

Militares chilenos
Años atrás
Recuerdos de colegio 

En los primeros años de mi niñez, cuando, con motivo de la creciente afición que en la sociedad toda de mi país se notaba por el estudio de las lenguas extranjeras, fui enviado desde Santiago a Valparaíso para estudiar el inglés, aprendí a no querer a los peruanos.

Recuerdo que allá por los años de 1868 a 1869 gozaba de fama sin rival el excelente establecimiento de educación que, con el nombre de Instituto Sudamericano, habían fundado, mucho tiempo atrás, en la última de aquellas ciudades, los Messrs. Goldfinch y Bluhm -inglés el uno «desde los pies a la cabeza», como suele decirse, y tan alemán el otro de nacimiento y costumbres, como chileno de corazón. 

Goldfinch era alto, delgado, muy seco de cuerpo y de ademán; duro de fisonomía, severo hasta la exageración, intransigente respecto de nuestras faltas. 

En su carácter de Director del Establecimiento, se hacía no sólo respetar sino temer: sus resoluciones en materia de disciplina eran inapelables. Solía apoyarlas con un látigo, que  llevaba oculto, no se sabía cómo, debajo de la levita; pero que en el momento necesario hacía su brusca aparición -ágil y silbante como una culebra- para saltar sobre el lomo del que se había hecho reo de desobediencia o altanería. Nunca vimos reírse a Mr. Goldfinch. 

Bluhm era el reverso de la medalla. Bajo, regordete, redondo de cara, meticuloso en los modales, tanto como en el vestir; sus camisas, sus trajes, resultaban irreprochables, no sólo por el corte, sino por el cuidadoso afán que ponía en llevarlos siempre inmaculados. Manso, humanitario y paternal, se encargaba, sobre todo, de la dirección de los alumnos pequeños cuyo alojamiento compartía, aunque separadamente, en la parte más moderna y más higiénica del edificio del colegio. 

El aposento de Mr. Bluhm era como su persona: acicalado, limpio; gracias a los asiduos cuidados de Johan su fiel sirviente -otro bonachón, especie de Pipelet germánico, del cual cada uno de nosotros resultaba un Cabrión permanente e implacable. 

El renombre de ambos socios databa más o menos del año de 1856, época en que habían sido ya favorecidos con la confianza de muchas de las buenas familias del país, quienes les enviaban sus hijos, seguros de que, a la vuelta de muy poco tiempo, míster Goldfinch se los devolvería dotados de perfectos conocimientos en su idioma natal; robustos de cuerpo, por la especial atención que en el Colegio se prestaba al desarrollo físico; enemigos acérrimos de la mentira; buenos boxeadores y excelentes aritméticos. Allí aprendieron inglés Tomás y Carlos Eastman, Carlos Morla Vicuña, Agustín Edwards Ross; los Riesco, los Lamarca, y, más tarde, Salvador Vergara Álvarez; los Urmeneta, los Pérez Eastman y muchos otros. Hablar constantemente en inglés constituía la primera obligación del Colegio, y ¡ay de aquél a quien Mr. Goldfinch sorprendiese, durante los recreos o en cualquiera otra circunstancia, dirigiéndose a sus camaradas en el idioma patrio! 

La enseñanza de los ramos elementales del curso de Humanidades -en inglés por supuesto-, quedaba reservada a Mr. Bluhm, con sus satélites Mr. Torres (quien con todo y ser más uruguayo que un charrúa, figuraba entre los místeres; pero sólo por el denominativo, que se hallaba encargado de la única clase de castellano que existía en el establecimiento); Mr. Davies, el mejor calígrafo y dibujante conocido en Chile; Mr. Kean, Mr. Cavendish, etc., la mayor parte universitarios de Oxford o de Cambridge, trasplantados expresamente a Chile para el caso. 

La parte del «cultivo de la moral, religión y buenos sentimientos», como no sin cierta originalidad lo expresaba el prospecto, corría por cuenta de un clérigo porteño y de una compatriota anciana; solterona, de antiguo cuño, de esas de rosario al cuello y manto perpetuo, llamada doña Mercedes, y a quien complacíamos especialmente denominándola pura y simplemente «Merceditas». 

Situado el edificio del Colegio en el antiguo barrio del Almendral, tenía su puerta de entrada por un estrecho callejón que iba a desembocar en plena calle de la Victoria, frente al «Crucero». 

Allí comencé a sentir por vez primera esa atracción irresistible que más tarde me ha hecho amar tanto el Océano, apasionarme de él, contemplarlo durante horas enteras sin cansancio, o navegarlo con deleite moral y bienestar físico. 

A sólo unas cuantas toesas al frente, se mecían en inmenso balanceo las arboladuras de centenares de barcos de vela. Un poco más al Oriente, se divisaban los diques flotantes y algunos vapores de la P. S. N. C., tales como el John Elder, el Britannia o el Cordillera, desaparecidos más tarde uno tras otros en las vorágines del mar. Cerca de éstos las corbetas nacionales Esmeralda y O'Higgins, la goleta Covadonga, la Magallanes o el Abtao; los vaporcitos de ruedas Huanay, Paquete de Maule o Valparaíso y el amarillento y vetusto casco del pontón Thalaba. 

De tarde en tarde, solían llegar hermosos barcos de guerra extranjeros -franceses, alemanes, norteamericanos, ingleses y hasta japoneses. Las salvas con que saludaban a nuestro pabellón al entrar gallardamente en la bahía tenían la virtud de distraernos y alborotarnos casi tanto como a nuestros profesores, cada vez que se trataba de alguna nave de la Gran Bretaña. 

Recuerdo, así, haber visto arribar a nuestra rada, luciendo a popa sus orgullosos pabellones, a la Triumph, la Tourquoise, la Pensacola y la Omaha, pertenecientes a las flotas inglesa y norteamericana, y testigos más tarde, algunas de ellas, de las proezas de nuestros marinos en las costas del Perú. De ahí que nuestro paseo favorito los domingos de salida fuese la visita en «bote fletero» a bordo de los buques de guerra, placer que alternábamos con excursiones a pie a Playa Ancha o a la Quebrada Verde, cuando no preferíamos dedicar la tarde a celebrar las payasadas de Jerry Bell, el famoso clown inglés, que, con sus dos hermanos, Richard y James, hacía las delicias de los colegios porteños en el improvisado Circo de la Victoria. 

Allí mismo solían tener lugar unos horribles combates de animales que presenciábamos, a pesar de las protestas de «Merceditas», a vista y paciencia de las autoridades de entonces, Recuerdo, entre ellos, la lucha de un bull-dog contra un jabalí; la de un cóndor contra un águila -asurados unos y otros por la crueldad de dos mentecatos que servían como de banderilleros-, y, en fin, el de un enorme gato montés, especie de tigre o pantera, contra un robusto mastín casero, que resultó a la postre vencedor, con gran contento del público en general y muy en particular de algunos de nuestros flamantes y queridos profesores subalternos del instituto, a quienes indefectiblemente sorprendíamos tratando de esconderse entre los asistentes al espectáculo. 

Goldfinch y Bluhm recibían constantemente alumnos que les eran enviados desde varias repúblicas hermanas; especialmente desde el Perú y Bolivia; al punto de que en el Colegio había casi tantos muchachos de esas nacionalidades como chilenos, siendo los demás hijos de ingleses en su mayor parte. 

Muchos personajes a quienes, quince años más tarde, encontré figurando en la política o en los ejércitos del Perú y de Bolivia, fueron condiscípulos de mi padre: entre ellos, señaladamente, Billinghurst, coronel de infantería peruana; Granier, Basadre, Salinas y otros. 

Entre los oficiales más jóvenes, tales como Barragán, Basadre (hijo), Cantuarias, Dermit, Loaiza, etc., he tenido noticia de varios de mis compañeros del año 1869, quienes, sea dicho en honor de la justicia, se manifestaron, al decir de los suyos, tan buenos soldados al frente de las balas, como excelentes sostenedores de su pabellón patrio en los reñidos partidos de pelota y de trompadas, tan frecuentes entre bandos escolares, como voy a narrarlo. 

Dicen que el instinto de rivalidad se revela en el hombre desde los primeros pasos que da en la vida, como se revela en los animales de orden inferior. Si ello es verdad, nunca se cumplió mejor la teoría que entre nosotros los colegiales del Instituto Sudamericano. Chilenos y peruanos nos mostrábamos los dientes, aun entre los más pequeños, y formábamos, en bandos marcados, dos formidables partidos, que lo único que deseaban era un pretexto cualquiera para irse a las manos. Los edificios de nuestras ciudades, comparados con los de Lima; los circos de los domingos y días festivos (no se hacía cuestión de compañías teatrales, pues la recogida de las siete de la noche nos privaba de este placer, vedado siempre a todo colegial); los diferentes modos de hablar, referidos a la corrección del idioma; el monto de las propinas recibidas el día de salida, el tipo de las mujeres del país, los paseos públicos, las fiestas, todo era motivo de enojosas comparaciones que traían, necesariamente, como consecuencia, la picazón primero y el combate después. 

No olvidaré jamás, entre muchos, un episodio que revelará mejor que otros lo que era el espíritu de rivalidad entre los futuros ciudadanos de ambos países enemigos. 

El monitor Huáscar, recién salido de los astilleros ingleses, acababa de ser adquirido por el gobierno del Perú, que, con legítimo orgullo, lo hacía navegar por los mares del Pacífico, para darlo así a conocer de los vecinos y poner con ello de manifiesto el creciente poder naval de su nación. 

Tocole por el año de 1870, época a que se refiere el presente recuerdo, al pueblo de Valparaíso admirar, entre los primeros, la entonces poderosísima máquina de guerra. 

Desde el día en que echó el ancla en las aguas de la bahía, se vio visitada por un sinnúmero de curiosos que, después de minuciosa inspección, no podían menos que hacer justicia a su mérito y a las aventajadas condiciones de fuerza que revelaba. 

Por muy gruesos que parecieran los muros del Instituto Americano, no lo fueron tanto que no dejaran penetrar hasta el recinto de sus espaciosos patios, aturdidos entonces por la algarabía de doscientos muchachos que jugaban a la barra y al leap-frog, los rumores que sobre la llegada del famoso monitor se oían en la ciudad. 

Los peruanos, como era natural, se mostraban contentísimos y ufanos hasta la insolencia. Nos quitaban el sueño con su Huáscar, su Manco Capac, su Tumbes y su Atahualpa. De allí mil ponderaciones, mil ofensivos términos de comparación, picantes y chocarreros, con referencia a nuestra pobre escuadra, compuesta en aquel tiempo de algunos viejos cascos de madera, entre los cuales uno de los más notables, tanto por su estado como por la importancia de su nombre histórico y legendario, era la débil Esmeralda, espoloneada y echada a pique (¡caprichos de la suerte!) once años más tarde por ese mismo Huáscar con el cual nuestra fiebre patriótica y loco entusiasmo infantil se atrevía a ponerla en parangón. 

Se comprenderá que, herido nuestro amor propio, la catástrofe no se hiciera esperar. 
Los peruanos nos llevaban a un terreno sin defensa, con argumentos de solución imposible. Preciso era devolvérselos con burlas o con excesos de soberbia, que no eran bastantes a contener las palabras sensatas de los colegiales más grandes, quienes, tratando de conciliar los ánimos, apelaban a nuestro buen juicio: 
-Concédanles -nos decían- la superioridad del buque, pero dispútenles la de los hombres. (¡Palabras imprudentes que habría sido mejor no pronunciar!)
-¡Dos chilenos valen por diez peruanos! -vociferábamos
Una travesura, tan pueril como atolondrada, engendró por fin la chispa que debía poner fuego a toda la pólvora. 

Mr. Bluhm tenía verdadera pasión por los animales. Frente a nuestros dormitorios existía un gran patio en cuyo fondo había hecho construir nuestro bondadoso director una especie de galpón, donde mantenía patos, pavos, gallinas, conejos y dos grandes y hermosas tortugas que, al decir de Mr. Kean, nuestro profesor de Natural History, contaban ya más de un siglo de edad. Cuando queríamos hacer rabiar a Johan y a su patrón cometíamos la perfidia de poner a las pobres tortugas vueltas al revés, volcándolas sobre sus macizos y acorazados lomos. Sabido es que en tal posición estos pesados anfibios no pueden moverse, a pesar de los esfuerzos -traducidos en desesperantes pataleos- que hacen para recuperar su primitiva posición. 

Una tarde en que la discusión entre chilenos y peruanos había llegado a su más alto grado de virulencia, comenzó de pronto a llover y llovió tanto que el patio quedó completamente anegado, sobre todo en el rincón -especie de hondonada- donde moraban las gallinas, los conejos y las tortugas de Mr. Bluhm. 

Llegó luego la noche y con ella la «tentación del crimen». Los chilenos habíamos ido a acostarnos «con sangre en el ojo», como dicen nuestros campesinos. Los peruanos habían baladronada de tal modo aquel día que era preciso hacerles alguna jugada, o, por lo menos, cualquier burla, a modo de correctivo, mientras llegaba la oportunidad de darles la severa lección merecida. 

Así lo resolvimos unos cuantos, en conciliábulo nocturno, celebrado de cama a cama durante horas de riguroso desvelo. 

Tomada nuestra resolución, levantáronse dos de nuestro compañeros de dormitorio y aprovechándose de la obscuridad, del silencio y del sueño de Johan, se dirigieron furtivamente, y con el agua al tobillo, hacia la vivienda de los pollos y las tortugas. 

Llegados allí, se apoderó, por asalto, el más listo, de una gallina medio dormida aún, y sin darle siquiera tiempo para decir: ¡ay!, le retorció el pescuezo, poniéndola luego a un lado. Mientras tanto, el otro cogía un conejo, con el cual hacía igual operación. Uniendo enseguida ambos sus fuerzas, volcaron las dos tortugas, y, así patas arriba e indefensas, las arrastraron hasta un charco cuidando, naturalmente, de buscar el menos profundo, con el objeto de no hacerles daño. 

Una vez empantanadas allí las inocentes víctimas, atáronles en el vientre a modo de mástiles, sendas varillas de coligüe, coronadas por otras tantas flámulas de papel blanco, sobre el cual habíamos cruzado previamente con lápiz rojo los colores enemigos, que muy pronto quedaron enarbolados, no sólo al tope, sino en la popa de las tortugas, con las inscripciones siguientes: «El Manco Capac», «El Atahualpa». 
Y luego al lado de ellas, los cadáveres del conejo y de la gallina, con este epitafio: «Ilustres Almirantes después de la batalla». 

¡Fácil será imaginar las consecuencias que tan insultante reto nos acarrearía poco después, a la hora del recreo, en el patio general, llamado «el patio grande» donde nos reuníamos habitualmente todos los alumnos del Colegio! Ya lo he dicho: como la chispa que cae sobre los saquetes de pólvora haciéndola saltar, bastaron las primeras palabras de vengadora revancha lanzadas por los peruanos -mientras nos desparramábamos bulliciosamente por los corredores al primer toque de campana que ponía término a la clase- para encender el furor, que cinco minutos después se traducía en el más encarnizado de los combates. 

Inútiles, vanos eran los gritos de los profesores y la intervención de porteros y empleados del colegio. A la manera de la riña provocada por el arriero con don Quijote y demás gente de aquella famosa aventura de la Venta, dábamonos de puntapiés y de trompadas, mezclados, ya sin distinción de nacionalidades, chilenos, peruanos, venezolanos y hasta un chino de origen, nacido en el Perú de padres acaudalados y enviado, por tanto, al Instituto Americano. 

Pasados los momentos más serios de la refriega, la intervención de la fuerza le daba fin, pudiendo entonces los espectadores, que en numero considerable se habían procurado entrada, admirar con verdadera emoción el aspecto del gran patio de recreo, convertido en campo de Agramante. 

Dos días después, el arresto y expulsión de los cabecillas más empecinados y el castigo correccional de los que habíamos hecho el papel de sólo combatientes bajo las banderas nacionales, devolvían la calma al establecimiento más reputado por su orden interno, y cuyo buen nombre hallábase, por vez primera, comprometido por causa tan inesperada como grave. 

Durante mi permanencia, de más de dos años en él, vi, sin embargo, día a día, aunque en escala mucho menor, repetirse incidentes que me hicieron nacer la mala impresión, que sólo el tiempo y las desgracias de los que las motivaron han logrado atenuar en mí. 

No concluiré esta página de recuerdos sin hacer memoria de otra circunstancia que contribuyó en gran manera a acentuar aún mi antipatía por los «hijos del sol». 

Trátase esta vez de uno que, mejor se llamara «hijo del infierno», si he de atenerme a su color y perversa índole. Era el tal un zambo limeño, zambo, muy zambo, horriblemente zambo, de cara de carbón, cabello de motas y jeta colgante, que había dado en la manía (muy frecuente por desgracia en los colegios) de mortificar a los más pequeños. Yo fui en muchas ocasiones la víctima elegida; de modo que, por quítame estas pajas, llovían sobre mi cabeza tales y tan desapiadados coscachos, que hasta hoy no puedo recordar sin horror la impresión que sobre mi cráneo hacían las robustas coyunturas del maldito negro, cuya pista nunca he logrado después descubrir. 

Todo esto manifestará, pues, por cuánto entusiasmo vería yo llegar el día en que, formando parte de un grupo de amigos, dije adiós al hogar y a las playas queridas para embarcarme en un transporte nacional en busca del enemigo. 

Éste debía aguardarnos con una página, más útil que gloriosa, en el programa de sus proyectadas victorias: el triunfo del monitor sobre la débil corbeta en las aguas de Iquique, el 21 de mayo. 

El fácil problema suscitado por las comparaciones de los colegiales del Instituto Americano quedaría resuelto en favor de nuestros adversarios. 
¡Pero cuán caro debía costarles su pasajero triunfo! 

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Relato tomado del Diario de Campaña de Alberto del Solar
Imagen, Mayor Coke, ayudante Maturana, capitán Ovalle, y subteniente del Solar

Saludos
Jonatan Saona

1 comentario:

  1. Hola:

    A los interesados en leer el libro, lo pueden encontrar en :
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