28 de febrero de 2009

Donde muere mi comandante


¡DONDE MUERE MI COMANDANTE...

!Concluida la retreta de ordenanza, apagados los faroles a la puerta de la casa que ocupaba en Tingo el coronel en jefe de la división de Arequipa -hoy general Velásquez- cada mochuelo se corría a su olivo para ver de enterar la noche como Dios le alcanzara.


Manitos de rocambor por aquí; pirquineos de monte por allá o una rifita de sin saber cómo, con tal o cual remojo y verbenas: esto era cuenta. El diablo más rebuscón podía cargar a la cuenta de tantos hombres que allí estaban cual águilas en jaula y peces en redoma; pues en toda la circunferencia del campamento no había ni para remedio ventanas a cuyas rejas cantar una coplilla de amor.

Esto por lo que hace a los niños. La gente más formal, si era dable mayor formalidad y continencia en todos, Acorrillábase para el té, charlando hasta la medianoche en sabrosas pláticas que despabilaban el sueño.

Sin embargo, las conversaciones, por lo general, no salían de este círculo magnético: CHILE Y SUS INACABABLES PERFECCIONES.
Y cuando había una tertulia amigos extranjeros, la cosa solía ultrapasar la raya: pues dando cada uno suelta a sus recuerdos, se exageraba como a porfía y proporción del cariño y la distancia, que tanto en la ausencia se ama a la Patria.

En una de aquellas noches nos habíamos reído grandemente con el relato de las aventuras del famoso Granito de Oro, que hacía uno de los concurrentes.
Granito de Oro era un soldado de Coquimbo.
Viejo cangallero poco menos en las minas de su provincia, habíase enrolado de voluntario en el comienzo de la guerra, y en el Regimiento ejercía por unanimidad de sufragios el cargo de payaso de la compañía de volatineros que se había formado para alegrar la vida de campaña.

-El Coquimbo -decía el narrador- llegaba al trote a la línea de Miraflores, reforzando nuestra ala derecha.Pero tuvo que hacer alto, medio a medio de la zona del fuego, para derribar a puños, topadas y caballazos las Tapias que impedían su avance.
Granito de Oro, que ejercía sus funciones aun bajo las balas, viendo trabajar y caer a sus compañeros, sacó del rollo un elegante quitasol de señora, rateado en algún opulento retrete de Chorrillos, cubriéndose con él, pataleaba tiritando, como quien capea un chaparrón.
-¡Jesús, qué aguacero tan fuerte! -gritaba Granito, con grandes aspavientos.
El sol caía en llamaradas que en el suelo daban bote, según la frase de un soldado, y las balas eran las goteras que Granito...

Uno de los oyentes extranjeros cortó ahí el relato para preguntar si entre tantos rasgos de heroico valor, como había oído referir de nuestro Ejército, no se conocían algunos de notoria cobardía que, cual pinceladas obscuras, dieran a las luces del cuadro mayor realce.
-Y no sería malo -agregaba con malicia- que ustedes me refirieran alguno, siquiera sea para dormir tranquilo con los chascarros que me cuentan, en todos los cuales resalta la nota dominante del valor chileno.

Bien creo yo en el coraje de los soldados de ustedes, porque con mis ojos he visto acciones que no son ni para contarlas, pero juzgo que también ha de haber excepciones que comprueben la generalidad de la regla.La pregunta hizo un rato de silencio.

Los presentes se miraron, repasando sus recuerdos.
-De todo hay en la viña del Señor, mi amigo -dijo por fin, uno de los contertulios.
Yo no me tengo por cantor pagado de la hombría de los nuestros; pero dígole en conciencia que son muy raros los casos de evidente cobardía que han llegado a mis oídos, no obstante que, como Ud. puede presumirlo, he vivido en círculos en los cuales el pelambre del prójimo, sin ofender lo presente, era el recurso único cada vez que faltaba un libro que leer o se atrasaba la correspondencia.
Ahora, para satisfacer a Ud., voy a contarle el caso del comandante... 


“Ahora, para satisfacer a Ud., voy a contarle el caso del comandante...
-El de aquel lleulle -interrumpió uno.
-Pero, ¡ése no era de nuestro Ejército!
-Pero vestía el uniforme -agregó otro.
El narrador habló entonces en secreto con varios de los circunstantes.
-Échalo afuera, no más, que una papa no hace cazuela -respondieron éstos.

Todos se rieron de la nueva máxima y el del cuento continuó, diciendo:

-Ustedes se recuerdan de la tarde de Miraflores.
En la horrible trocatinta del primer momento, la tropa, desparramada y sorprendida, corría a los pabellones, cogía sus armas y unos hacia aquí y otros hacia allá, todos por instinto procuraban juntarse a su bandera.
Los cuerpos avanzaban sin esperar a nadie, de modo que muchos soldados quedaban a retaguardia, perdidos o acobardados entre aquel dédalo de murallas, zanjas y callejas de ninguno conocidas.
-Todo era preguntas, afanes y carreras:
-¿Dónde está el 2.º?
-¿Ha visto al Chacabuco?
-¿Aquéllos serán del 4.º?

Cualquiera pensará, viendo las cosas de lejos, que para pelear y morir por la Patria, tanto da en las filas de este cuerpo como en las de tal otro.
Pero en el hecho no es así.
Se diría que hay, aparte del espíritu de orden y obediencia que rige al soldado, algo como un extraño refinamiento del espíritu de conservación que en los momentos de peligro impulsa buscar a los compañeros, aunque más no sea para morir entre caras amigas.

Bueno. En el enjambre de soldados que afanosos cruzan el campo en demanda de los suyos, hubo uno a quien el miedo le sugirió más de una vez el natural pensamiento de guarecerse detrás de las tapias del camino; pero aunque joven y recluta, el asco del qué dirán lo hacía seguir avanzando, solo y desorientado, hacia adonde sonaban los tiros y morían sus hermanos.
Asunto bien diferente, todos lo sabemos, es encontrarse desde el primer instante en medio de la refriega, que el ir después por pasos contados a meterse en ella, saboreando el miedo a cada tranco que se avanza.

En estas condiciones marchaba el recluta, cuando de pronto, ¡oh, fortuna!, divisó un grueso bulto galoneado y sumido hasta el quepis dentro de una zanja, tan discretamente apartada de toda vía que ni la bala prolija ni ojo de aguilucho hubiera dado con esa liebre, a no ser el maldecido recluta.

Mirando con más detenimiento, el roto se convenció de que era el mismísimo bulto de su propio jefe.
Y también le pareció que la Providencia en persona le tendía allí su manto, hermanándole el deber con el deseo.

Y obrando en consecuencia, arrojó al suelo su rifle, y con tono y ademán de quien se sacrifica por otro:
-¡DONDE MUERE MI COMANDANTE, AHÍ MUERO YO! -gritó denodadamente, al mismo tiempo que de un brinco quedaba de barriga, junto a su jefe.
Así concluyó el cuento el narrador, viejo soldado de línea que cree y fía en la bandera como las niñas en su honor.”


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Saludos
Jonatan

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